Me encuentro a mi buen amigo Zalabardo algo decaído y trato de averiguar qué es lo que le ocurre y cuál es la razón de su pesadumbre. Me mira, duda si hablar y, tras exhalar un hondo suspiro, me dice que ha perdido el ánimo y la fuerza para leer un periódico, ver televisión o escuchar la radio. Le pregunto si es para tanto la cosa y, contrariando su natural comedimiento, me dice: «¿Que si es para tanto? ¡Manda huevos que día tras días, durante mañana, tarde y noche, estemos forzados a soportar los vergonzosos pollos montados por esta gente sin que nadie les pare los pies!»
Aunque imagino
por dónde va, le pido que me aclare de qué gente habla. Y, como me esperaba, se
refiere a ese vodevil demasiado frívolo y falto de gracia, sainete más trágico que
cómico o esperpento ―no sé qué es más si no es todo a la vez― que no se cansan
de representar ―sin que ninguno se sonroje― nuestros políticos y, para mayor
inri, en el espacio mismo de Congreso y Senado, lugares en los que debe reinar
el respeto, pero a los que despojan de su dignidad con el lenguaje tabernario
que se emplea y las poses chulescas que se adoptan.
Como no tengo
una inmediata respuesta, solo acierto a vestir el ropaje de Sancho
cuando, dolido de ver a don Quijote morir de melancolía le dijo: «Si es
que se muere de pesar […], écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo
cinchado mal a Rocinante le derribaron». Con este cinchar mal querría dar a
entender a Zalabardo que esta Agenda, que es suya y amablemente
me presta, es tan insuficiente como otros muchos intentos que hay para hacer
olvidar a los ciudadanos el vergonzoso berenjenal en que nos tienen metidos un alto
número de nuestros políticos ―pues supongo que alguno se salvará de la quema―.
Dada esa
incapacidad, intento separarlo de sus oscuros pensamientos explicándole cuál es
el sentido verdadero y cabal de las expresiones por él utilizadas al inicio de
nuestra charla: montar un pollo y mandar huevos, ambas
muy corrientes en nuestra habla y la segunda incluso juzgada un tanto vulgar. Porque
lo curioso del caso ―y en eso apoyo mi intento para sacar a Zalabardo de su
tristura adentrándome en esta senda―, es que ni pollo tiene nada
que ver con la cría de la gallina ni huevo posee aquí un sentido
gastronómico ni aún menos anatómico. Lo cierto es que estamos ante dos ejemplos
típicos de expresiones ―que en español no son pocas― creadas sobre el uso de palabras
que no significan lo que parece. ¿Las causas? Entre otras razones, que empezamos
confundiendo etimologías y acabamos aceptando una ortografía incorrecta.
Veamos montar un pollo, con la que entendemos que ‘iniciar una discusión, provocar un altercado’. Ya debería llamarnos la atención que uno de los significados de montar es ‘armar, poner en su lugar las piezas de un aparato o máquina’; se monta una maquinaria, un mueble, un espectáculo, un belén… ¿Pero un pollo? La verdad es que no encuentro pruebas concluyentes de su origen y significado. Hay quien habla de viejos circos en que se exhibían gallinas y del alboroto producido entre los espectadores si alguna escapaba de la pista. Hay quien habla del ruido que hacen los animales en las granjas avícolas. Sin embargo, hace dos días, encontré un libro de 2014, Con dos huevos, cuyos autores, Héloïse Guerrier y David Sánchez, se aplican para comentar expresiones que presentan un problema de interpretación semejante al que nos ocupa y a esta le dan un sentido que no encuentro falto de lógica.
Defienden que
la forma original no es montar un pollo, sino montar un
poyo. Suenan igual, pero poyo viene de podium
mientras que pollo viene de pullus. De podium
proceden también podio y pedestal. El poyo
es un banco, generalmente de piedra que se coloca arrimado a un muro. Pero
también es el banco, podio o pedestal sobre el que se sube quien pretende hacerse
ver o dirigir la palabra a una multitud. Tal hábito es muy antiguo, y, entre
los ingleses, aún persiste el speakers corner, lugar en que cualquiera
puede subirse a un banco o una simple caja, o sea, a un poyo,
para hablar a quien quiera escucharlo. La cuestión es que no pocas veces estas
alocuciones acaban en discusión entre quienes defienden ideas opuestas. De ahí
que quien arma o monta un poyo puede provocar un
alboroto entre los circunstantes.
Lo de manda
huevos parece menos complejo. Aunque también aquí se confunde huevo,
que viene de ovum, con uebo (o huebos),
que procede de opus. El Diccionario Fraseológico de
Manuel Seco dice que la expresión se utiliza cuando algo nos parece ‘ser
sorprendente o llamativo’. Todo el embrollo nace de que uebos (escrito
también huebos) es un término arcaico, casi desaparecido, que
subsiste a duras penas en el lenguaje jurídico. Opus significa
‘necesidad’; por tanto, hacer algo por uebos, es hacerlo ‘porque
no hay más remedio, porque es necesario’. Fundéu, comentando la
expresión, aporta ejemplos del español medieval: ser uebos, ‘ser
necesario’; para uebos del monasterio, ‘para las cosas necesarias
del monasterio’ y otras semejantes. Ya en los primeros versos del Cantar
de Mío Cid Rodrigo dice a Martín Antolínez: «e
huebos me serié», es decir, ‘me sería necesario’.
Fundéu, saca
a colación el giro jurídico mandat opus, ‘la necesidad obliga’, para
afirmar que el manda huevos actual se aplica cuando ‘siendo algo
sorprendente y llamativo, hay que aceptarlo por necesidad, aunque carezca de la
misma'. Tal vez Paco Umbral pensara eso al escribir en un artículo de 1998 sobre el exministro Federico
Trillo, que fue quien puso de moda la expresión en nuestra política:
«Seguramente, para Trillo mandan huevos muchas cosas de la
política, y no solo aquel bodrio».
¿Qué ha convertido poyo en pollo y uebos (o huebos) en huevos? La costumbre y el desconocimiento del origen de las palabras. Aunque esa costumbre haya sido asumida incluso por la misma RAE.
Respecto a cómo
está el patio de la política, ni Zalabardo ni yo poseemos medios para poner
coto a la pobreza oratoria, al gusto por mantener ambientes crispados y a la
bajeza moral que exhiben muchos de nuestros políticos. Si acaso, podríamos
recomendarles que meditaran las palabras que Cicerón puso en boca de Julio
César: «Mi esposa ni siquiera debería estar bajo sospecha», que es lo que
realmente dijo y no esas otras apócrifas que tanto se repiten sobre no solo ser
honrado, sino parecerlo. Y si César se divorció de Pompeya a
causa de aquellas sospechas, muchos de nuestros políticos deberían pensárselo
bien, aplicarse la frase real ―y también la apócrifa, por qué no― y renunciar
al cargo que ostentan, ya que los verdaderos asuntos de Estado importan más que
sus miserias personales, que empiezan a apestar demasiado.