martes, abril 28, 2009


HOY LAS CIENCIAS ADELANTAN...
No mucha gente sabe que mi vocación frustrada es la de periodista. Desde una edad muy temprana me atrajo no solo la tarea de redacción de contenidos, la labor propia del reportero, sino el mismo proceso de producción periodística: la maquetación, la composición de páginas, la ilustración, la documentación, la impresión. Todo me parecía especialmente atractivo y en cualquiera de las facetas de creación del producto periodístico me imaginaba como pez en el agua.
Aún recuerdo la época, todavía no había conocido a Zalabardo, en que, de niños, y por la influencia que en nosotros tuvo una revista que conocimos en el colegio, nos propusimos editar la nuestra propia. Éramos tres amigos, Pepe Zamora, José Manuel Ramírez y yo, que habíamos fundado primero un club y, luego, fuimos lo suficientemente osados como para editar una revista, Urso fue su nombre. Nos servimos, primero, de una antigua multicopista de alcohol que estaba arrumbada en el Ayuntamiento y, después, de una no mucho más moderna de tinta que no sé de dónde nos consiguió un fraile, Fray Tarsicio, a quien acudimos en solicitud de ayuda. No sé cuál de las dos fallaba más. Podéis imaginar cómo terminaban de tinta nuestras manos y ropas y cuánto papel inutilizábamos en la confección de cada número. No sé cuántos llegamos a imprimir, pero, en cualquier caso, fue una bonita aventura.
Con el tiempo, aquella vocación no pudo hacerse realidad, porque hubiese tenido que marchar a Madrid y mis padres no me podían sufragar los gastos. Eso fue lo que terminó por decidirme a estudiar filología románica. Aun así, en mi interior queda todavía un pequeño rescoldo de aquella afición frustrada.
De entonces a hoy, la confección de un periódico ha cambiado mucho. Todas las profesiones han tenido, no cabe duda de ello, lo que podríamos llamar sus periodos románticos, considerando tales aquellos en que la intervención manual en la obtención final del producto tenía una importancia de primer orden. El avance de la técnica y la aparición de nuevos métodos más o menos automatizados de producción han ido relegando aquella primitiva elaboración manual a términos poco menos que testimoniales. Esto que digo vale no solo para el periodismo, aunque en eso sea en lo que ahora pienso.
Es claramente una exageración, pero diríamos que hoy es suficiente disponer de un ordenador y de una imprenta para sacar a la calle un periódico y lo que en tiempos fue un trabajo que se distinguía porque uno terminaba sin remisión manchado hasta las cejas de papel de calco y de tinta, hoy es una pulcra actividad, o casi. Los trabajos de redacción, maquetación, composición, etc., se hacen con ayuda de programas informáticos. De hecho, el procesador de textos con el que estoy escribiendo me permite organizar lo que escribo en columnas de diferente anchura, jugar con los tipos y darles el tamaño y forma deseados; en suma, todo eso que se conoce como edición de textos.
Pero tanta facilidad en la composición provoca más de una vez fallos no deseados y que se escapan porque hay tanta fe en los correctores que se utilizan, también programas creados ex profeso, que se descuida la función de los antiguos correctores que cuidaban con exquisitez que los textos presentasen el menor número posible de errores. Y todo porque se confía en exceso en los programas de corrección sin tener en cuenta que hay opciones que dichos programas no recogen, por la razón que sea.
No este domingo pasado, el anterior, en un periódico como El País, pude recoger unos cuantos fallos que afectaban a algo tan simple como la división silábica de las palabras a final de línea. Mira que las normas que regulan esto son fáciles, pues se reducen a solo tres, que pongo aquí: a) El guión no debe separar letras de una misma sílaba (así, teléfono se puede separar te-léfono, telé-fono o teléfo-no); b) Dos o más vocales seguidas no pueden separarse ya constituyan diptongo o triptongo, o formen hiato (así, can-ción, tiem-po, tea-tro, averi-guáis, pla-tea); y c) Cuando la primera sílaba de una palabra es una vocal, no se podrá dejar sola a final de línea (así, amistades, se dividirá amis-tades o amista-des). Cada una de estas reglas tiene su excepción: la primera: cuando una palabra está integrada por dos que funcionan independientemente, será potestativo dividirla separando sus componentes aunque la división no coincida con el silabeo (podrá dividirse nos-otros y des-amparo o noso-tros y de-samparo); la segunda: podrán separarse las dos vocales si pertenecen a elementos de una palabra compuesta (contra-espionaje); la tercera: esa vocal podrá quedar sola si va precedida de h (he-rederos).
Pues bien, en solo tres textos, pude contar hasta siete palabras mal divididas a final de columna: en un texto de información nacional se podía leer Rub-alcaba; en una crónica deportiva se leía por dos veces Ba-rça y Sto-jkovic, aunque en esta quepa la disculpa de ser una palabra de otro idioma; y en una colaboración de El País Semanal, se leía carabin-eros, adel-ante y sug-irieron. No quiero imaginar cuántos casos más habría en la totalidad del periódico. ¿Hay quien dé más? ¿Tan difícil resulta adaptar los programas de corrección a la normativa lingüística? Si esa fuese la razón, el remedio es simple: vuelvan los antiguos correctores, aunque eso suponga algún puesto de trabajo más. Tal como está el patio, no sería mala cosa.

jueves, abril 23, 2009


EL MAR, LA MAR...
Siempre me han atraído de modo especial los paseos a orillas de mar. Ahora que dispongo de tiempo, son muchas las mañanas en las que me voy por el Paseo Marítimo de Poniente y lo recorro hasta su final y aún más. Por lo común llego hasta la desembocadura del Guadalhorce y allí, por sus riberas, sigo caminando. Aunque el regreso lo suelo hacer por el mismo itinerario, a veces vuelvo por el interior.
El mar (la mar), junto con el cielo, representan fielmente a todo ese conjunto de elementos de la creación que, siendo su naturaleza el cambio permanente, parecen mostrársenos siempre iguales. Tal como pasa con los árboles que, por días, por segundos incluso, van variando de modo imperceptible, sin que seamos conscientes de ello. Pero de estos procesos y de cualesquiera más que aportemos, el que a mí más me atrae es, como decía al principio, el del mar (la mar). Zalabardo me lo explica como consecuencia lógica de mi vida en el pueblo y es posible que tenga razón. Mi pueblo careció hasta muy tarde no ya de agua corriente con la que abastecer las viviendas; es que faltaba el agua. De hecho, uno de los recuerdos más vivos que guardo de él es el de las colas de cántaros en las fuentes públicas a la espera de las escasas horas de servicio de agua para poder coger la suficiente para las necesidades de cada casa. Y asociado a este hecho, no se me olvidan los aguadores, pues había personas que hacían de esa necesidad profesión , ya que iban por el pueblo vendiendo el agua que tan escasa era. Cuando se realizaron las obras de abastecimiento, el cambio experimentado fue más que notable; fue como entrar en la civilización.
Por eso, cuando visité Málaga por vez primera, en un viaje de final de curso organizado por el Instituto, lo que más me impactó fue el mar (la mar), esa inmensidad por la que, a la vez, sentía atracción y miedo. Por eso, también, una de las sensaciones más placenteras para mí es sentir cómo mana un chorro de agua, sea de grifo o de fuente natural, y dejarlo golpear con fuerza la palma abierta de mi mano. Zalabardo me dice, un poco en tono burlón, que termine de contar una de las consecuencias de esa atracción/repulsión hacia el agua; no me importa decirlo, esa es una de las razones por las que nunca aprendí a nadar.
Pues bien, a lo que realmente iba; uno de los días de esta extraña primavera que venimos disfrutando, con más fresco del que quisiéramos y con menos días de playa de lo que la gente preferiría, andaba yo por el Paseo de Poniente (en realidad, su nombre es Paseo Marítimo Antonio Banderas) y no dejaba de observar las nubes que casi cubrían todo el cielo y la soledad de las arenas, cosa extraña porque aquí en Málaga, pasada la Semana Santa, parece que abren las puertas de las playas y la gente siente necesidad de tumbarse al sol. Pero, como digo, al menos la de la Misericordia estaba vacía, como os demuestra la foto. O casi, porque al instante reparé en ella. Era una mujer de edad y aspecto indefinidos que paseaba arriba y abajo balanceando a derecha e izquierda su detector de metales. ¿Qué buscaría y qué iría pensando mientras buscaba? Lo gris del día y su soledad me trajo a la memoria el final del poema de Antonio Machado Es una tarde cenicienta y mustia: así voy yo, borracho melancólico, / guitarrista lunático, poeta, / y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla. El mar (la mar), no lo he dicho, me contagia siempre un algo de su melancolía, porque el mar (la mar) es melancólico, y me hizo pensar que, como aquella mujer con su detector, todos vamos siempre buscando algo tal vez sin encontrarlo.
Me hace notar Zalabardo que voy dando saltos de una cosa a otra como si estuviera perdido. Le digo que no es así, que todo va relacionado, aunque no lo parezca. Porque ese choque de sentimientos contrarios del que hablo, distintos e incluso opuestos, pero siempre sentimientos firmes y reales, nunca ambiguos (ya salió el término), se me enredó con la reflexión sobre las formas posibles de la palabra: el mar y la mar. Bastantes veces se ha hablado en esta agenda del problema del género de los nombres y de que no solo hay masculino y femenino, sino que existe un género que llamamos común, que explica que solo debamos decir miembro, modelo, pianista, líder, etc. (pese a que defiendan lo contrario incluso ministras), porque son nombres que tienen forma única tanto para el femenino como para el masculino, que eso es lo que significa que sean de género común.
Y, repito, pensar en el mar (la mar) me llevó a pensar también que junto al masculino, al femenino y al común hay lo que se llama género ambiguo (y el epiceno, del que se hablará en otra ocasión), que es el que poseen nombres, por lo general designadores de seres inanimados, que admiten ser usados en masculino o femenino sin que ello implique cambio de significado: el/la mar, el/la vodka, el/la armazón. En nuestra lengua hay un centenar largo de nombres que son ambiguos en cuanto al género, pero doy solo unos cuantos como ejemplos: bajante, calor, cobaya, cochambre, doblez, enzima, esperma, margen, mimbre, reúma, tizne...
Quizá tendría que haber dicho algo acerca de que hoy es el Día del Libro. Pero vamos a dejarlo en solo decir que igual que había una serie de televisión en la que se afirmaba que la realidad está ahí fuera, podríamos afirmar nosotros que nuestra realidad, indisolublemente unida a nuestra ficción, está siempre en los libros.

martes, abril 21, 2009

CORREO ELECTRÓNICO Y LECTURAS

Existen inventos que son en sí mismos buenos, aunque debido al uso que de ellos hacemos podemos en ocasiones llegar a detestarlos. Eso es lo que pasa, por ejemplo, con el correo electrónico. ¿Habrá un servicio más ágil, rápido y efectivo que este cuando necesitamos contactar con otra persona, sea simplemente para comunicarnos con ella, para enviar o solicitar una información o para enviar o recibir algún documento que se precisa con la mayor inmediatez posible?
Zalabardo sabe que, y eso es cosa de los años, tanto él como yo tenemos todavía algún reparo en eso de resolver asuntos a través de Internet. Pero que nosotros, que somos de otros tiempos y costumbres, sintamos esa aprensión no significa que consideremos malo el servicio, que es positivo se mire por donde se mire. Y no digamos ya el correo electrónico. Eso de escribir una carta, introducirla en un sobre, franquearla y depositarla en un buzón y esperar a que llegue a su destino y pueda originar una contestación parece ya cosa de la prehistoria. Con lo sencillo que resulta sentarse ante el ordenador, escribir el mensaje, escoger una dirección y pulsar la tecla de envío. Sabemos que en cuestión de minutos habrá llegado a su destino y obtendremos la respuesta deseada si es que algo solicitábamos.
Pues con eso y todo, hay veces que el correo electrónico se vuelve insoportable. Cuando proporcionamos a una persona de confianza, ya sea amigo o empleado de una dependencia oficial, nuestra dirección electrónica, sabemos que con ello estamos abriéndole las puertas de nuestro equipo y dándole autorización para que se ponga en contacto con nosotros cuando lo desee, todo ello a cambio de un comportamiento semejante por su parte. Casi todos sabemos bien a casa de qué persona podemos llamar a una hora más o menos intempestiva y a quien no molestaríamos nunca porque entre nosotros no se da el grado de confianza suficiente. Con el correo electrónico pasa igual. ¿Qué defensa tenemos cuando nuestra dirección cae en manos de quien no sabe hacer buen uso de ella?
Me imagino que sabréis que con todo esto me quiero referir al correo no deseado. Y no se trata ya de esos mensajes basura en los que nos ofrecen desde la fácil obtención de la viagra hasta el mismísimo señuelo de la lotería nigeriana. Hablo de quienes sin encomendarse ni a Dios ni al diablo se dedican a reenviar cualquier archivo adjunto que les llega a toda su lista de contactos, lista en la que, sin saber por qué, nosotros nos encontramos. Zalabardo y yo tenemos algunos amigos con los que, periódicamente, intercambiamos mensajes de esta naturaleza y lo hacemos sabiendo que el otro los va a aceptar como divertidos o interesantes. ¿Pero por qué hemos de soportar a quien no tiene con nosotros ningún tipo de amistad que nos bombardee con archivos que no deseamos recibir?
Hablo de una persona concreta con quien no me une más que una circunstancial relación de conocimiento. En cuanto he escrito esto último, Zalabardo ya empieza a reír, pues sabe por dónde voy. Pues bien, no sé de qué manera ha llegado mi dirección a su poder y ahora me martiriza con envíos que él considera interesantes pero que a mí me repelen. Entre ellos, una relación de ¡179! libros que pueden ser descargados gratuitamente y que me recomienda leer. Zalabardo es que se desternilla de la risa cuando ve mi reacción ante este mensaje en que se me aconseja que lea el Quijote, la Biblia, Cien años de soledad o los Sonetos de amor, de Neruda. Supondrá que no los he leído. Me dice Zalabardo que no haga caso y que, simplemente, los borre. Pero quiero hacerle entender que lo que me subleva es que, tras ese escaparate, incluya a continuación en la lista cuanto existe de Paulo Coelho, de Khalil Gibran, Saint Germain, Alice Bailey, James Redfield o Jorge Bucay, así como títulos tales como El aura de nuestro arco iris, Las siete leyes espirituales del éxito, No piense como humano (de la secta Kryon) o El universo central y los superuniversos. Lo más ridículo del caso es que el mensaje termina aconsejándome que empiece leyendo ¡a Jorge Bucay!, porque, según él, es genial. Zalabardo ya está por ahí, por el suelo, tronchado literalmente de la risa.
Esta persona, digámoslo, se dedica a la enseñanza. ¿Qué lecturas recomendará a sus alumnos? La experiencia nos dice que, por desgracia, hay más gente así, e incluso toda una industria editorial detrás (confieso que alguna vez yo también sucumbí ante ella) que produce como si fueran churros una literatura para los jóvenes que parte de considerarlos cualquier cosa menos seres dotados de inteligencia y criterio propio. ¿Era Jordi Serra i Fabra quien decía hace poco, en una entrevista, haber escrito más de cuatrocientos libros para jóvenes y que era capaz de escribir otros tantos? Pensando en esas cosas no he podido menos que recordar una escena del comienzo de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, en que una abuela regalaba a su nieto, no sin escándalo de los padres, las "novelas campestres" de George Sand La charca del diablo, Francisco el Expósito, La pequeña Fadette y Los maestros campaneros porque no creía "que los grandes hálitos del genio ejercieran sobre el ánimo, ni siquiera el de un niño, una influencia más peligrosa y menos vivificante que el aire y el viento suelto." Y añadía que "nunca podría regalar a un niño un libro mal escrito." Ahora, en cambio, los libros para jóvenes se escriben obedeciendo recetas, cuando no consignas: libros que inculquen el valor de la amistad, de la solidaridad, de la integración... ¿Acaso Jack London, por ejemplo, pensaba en fórmulas de ese tipo al escribir? Sería bueno reflexionar despacio sobre el asunto.

jueves, abril 16, 2009


¿NUESTRO ESPAÑOL PERDIDO?
Son muchas las ocasiones en las que Zalabardo y yo hablamos del peligro que corremos de repetirnos en estos apuntes, con el subsiguiente riesgo de provocar el aburrimiento del paciente lector. Sobre todo, si el propósito es no salirnos demasiado de los objetivos temáticos marcados para esta agenda desde su inicio. Le saco esto a colación ahora porque leí este pasado domingo el artículo Bachillerato con adultos, de Javier Marías, que publicaba El País Semanal. El fondo del artículo eran los usos incorrectos de los pronombres átonos lo, la y le y cómo quienes en ellos incurren llegan incluso a ver mal el correcto uso que otros hacen. En esta agenda hemos dejado nuestra opinión al respecto en variados momentos (De La Habana ha venido un barco..., de 24-10-06; Todo lo malo se pega, de 16-08-07 y Una de cal y algunas más de arena, de 13-11-08).
Por eso no voy a repetir aquí lo que en tales apuntes he dicho y remito al artículo de Marías, que en esencia dice lo mismo, aunque mejor que yo. Solo pretendo hacer una observación sobre una de sus afirmaciones. Hablando del uso de le como complemento directo de persona, dice: Rara vez se verá que la empleen [esta forma] ningún andaluz ni ningún latinoamericano, que observan más que otros hispanohablantes la mayor corrección de ese 'lo'. ¡Qué más quisiéramos que ello fuese así! Pero tengo la impresión de que el articulista no ha visitado recientemente Andalucía o, que si lo ha hecho, no ha reparado demasiado en nuestra habla. La lengua, como él bien dice, está en evolución permanente y entre nosotros, los andaluces, el aserto no es ninguna excepción.
Porque también es verdad que es mucha la fuerza y la influencia de la radio y la televisión como para no dejar su huella en los hablantes de todas las latitudes. Y como en la mayor parte del dominio lingüístico castellano se han impuesto esos vicios idiomáticos que conocemos como leísmo y laísmo, resulta que cada día son más los andaluces ganados, mal que nos pese, para tal causa, especialmente para la del leísmo. Ya comenté en uno de los apuntes citados arriba la frase aquella de un locutor que tenía la desfachatez de afirmar: me han dicho que lo correcto es decir le pegó [a la pelota], pero a mí me suena mejor la pegó, así que deberían cambiar el castellano. ¿Cómo va a evitar la gente normal ser contagiada si los que hablan mal no solo no se corrigen sino que se empecinan arrogantemente en el error?
Hubo una etapa en la que yo creí que el andaluz podía ser considerada algo así como la reserva espiritual del castellano. Esta opinión la aprendí de un profesor hacia el que guardo un encendido respeto y un cariñoso recuerdo, don Manuel Alvar López, que me dio clases en la Universidad de Granada. Y la opinión no se sustenta solo en que la primera gramática de nuestra lengua la compusiese un andaluz, Antonio de Nebrija, o en que el español fuese llevado a América, la actual reserva del idioma, por hablantes que empleaban lo que dio en llamarse la norma sevillana, o en que gran parte de nuestra literatura se sustente, en el pasado y en tiempos más cercanos, en plumas andaluzas. La opinión se basa en el simple argumento de que el andaluz, con todas sus innovaciones, ha sido tradicionalmente la forma más respetuosa con el castellano.
Podría aportar bastantes pruebas de lo que digo, aunque me limitaré a traer aquí palabras que dejó escritas Juan Ramón Jiménez en su ensayo Estética y Ética estética, que recoge notas compuestas entre 1915 y 1954. Dice en uno de los primeros apuntes: Francisco Giner fue siempre andaluz, o mejor, español andaluz [...] Nunca habló español como se habla en Madrid. Conservó siempre el fuego, el natural del andaluz. Y en el capítulo titulado Mi español perdido, se lee: Hoy, desterrado y deslenguado, creo que ningún español de los que conozco fuera de España habla en español, el español que yo voy perdiendo [...] El español que yo creo español, era mi madre, tan natural, tan directa y tan sencilla [...] Y sufro más que nunca que ella esté lejos de mí, más que muerta, tan callado y tan oculto su español de hoy bajo nuestra tierra andaluza, Osuna, Cádiz, Moguer. Por cierto, que Juan Ramón, otra de sus manías, siempre decía que su madre era de Osuna, cuando la verdad es que había nacido en Moguer; de Osuna era su abuela.
Hoy, ese español andaluz (que tiene que ver poco o nada con la fonética) va siendo engullido por ese otro español bastante desnaturalizado, tan estandarizado, que va perdiendo sus rasgos identitarios en las diferentes zonas por influjo de los medios. Cada día es más nuestro español perdido. Eso pensaba yo, así se lo digo a Zalabardo, cuando leía el artículo de Javier Marías.

lunes, abril 13, 2009


CAPILLITAS
Afortunadamente, le comento a Zalabardo, ya ha pasado la Semana Santa. Habrá mucha gente que acuse a quienes no nos sentimos partícipes de estos eventos de faltos de fervor y espíritu religioso, así como de ser poco amantes de las tradiciones. Ninguna de estas acusaciones debe dejar mella porque carecen de una base sólida. Si lo miramos bien, la Semana Santa, al menos tal como se celebra en Sevilla, Málaga y otras ciudades de nuestro entorno, tiene más de folclore y de espectáculo que de fervor religioso, pues no otra cosa que folclore y espectáculo es lo que se ofrece en los desfiles procesionales; por lo menos, repito, en los de Andalucía, que son los únicos de los que Zalabardo y yo podemos hablar.
Folclore y espectáculo, aparte de un derroche económico sin parangón, con las cofradías compitiendo por ver cuál es la que estrena en sus vírgenes los más ricos bordados de sus mantos o la más valiosa de las coronas, la platería de los varales de los palios o la mesa de trono con más ostentosa talla estofada de panes de oro, si no con adornos de oro y plata auténticos. Y si ya es merecedora de crítica esta ostentosa manifestación de riqueza, no hablemos de la actitud de las jerarquías militar y civil que pierden literalmente el culo por presidir una procesión (sin que importen cuáles sean las creencias personales) tan solo por no recibir de la población la acusación de que no son amantes de las tradiciones y fervor populares (otra vez estamos con eso).
Contra la Semana Santa, contra esa forma peculiar de entenderla, se pueden lanzar toda clase de acusaciones sin que haya mucha oportunidad para la defensa lógica. Salvo que se quiera defender lo indefendible. Por ejemplo: ¿que defensa tiene que se cree el caos circulatorio que origina la necesidad de despejar una serie de calles para que los desfiles procesionales luzcan sin trabas su boato? Y esto no es un día concreto o durante unas horas determinadas, sino durante toda la semana y casi a día completo. Otro ejemplo: ¿qué manifestación de fervor supone, aquí en Málaga, el desfile de la legión entre los vítores y aplausos del público, entusiasmado por los malabarismos que realizan con su armamento?
A ello, este año se añade un elemento nuevo, el de la confrontación política, al solicitar la jerarquía eclesiástica que los tronos porten un lazo blanco como signo de oposición a la ley de aborto que propugna el poder civil. La propuesta del lazo, por otra parte, ha dado lugar a reacciones diferentes: división de criterios entre cofradías porque mientras unas han atendido la petición de la Iglesia otras se han negado a secundarla o la de los costaleros que han renunciado a portar las imágenes por ser estas portadoras de dicho lazo.
Le digo a Zalabardo que, sin embargo, hubo un tiempo en que yo también creí que esos desfiles eran en verdad prueba del fervor popular; puede que incluso para una cierta parte del pueblo lo sigan siendo. Pero los que mueven el cotarro, en especial las hermandades y las corporaciones municipales, no ven en ellos sino un producto más turístico que religioso que se convierte, como pasa también con la feria, en una fuente de ingresos para la ciudad nada desdeñable.
Ahora, le añado a Zalabardo, en esta barahúnda que supone la llegada de la Semana Santa, lo que a mí más me conmueve el ánimo es el recuerdo de la niñez en el pueblo y la añoranza de aquellos días en los que, en mi casa, como en todas las demás, se preparaban las deliciosas torrijas y las madalenas que mi hermana, pues mi madre no se podía ocupar de ello debido al trabajo, llevaba a cocer en el horno de la panadería de Lavado.
Aparte de todo lo dicho, la Semana Santa tiene sus tipos y su vocabulario. El personaje más típico de este tiempo es sin duda alguna el capillita, que es la persona conocedora a fondo del mundo de las cofradías y experta en todos los pormenores de los desfiles e imágenes. En Sevilla, de donde creo que es originario el término, el capillita, por lo común un hombre, se distingue hasta por una forma peculiar de vestir.
El vocabulario semanasantero es sumamente rico y variado y resultaría farragoso cualquier intento que no pasara de ser una breve muestra de este conjunto palabreril. En un mundo siempre dominado por hombres tiene papel preponderante el capataz, a quien corresponde dar las instrucciones que habrán de seguir ciegamente los costaleros (en Sevilla) o los hombres de trono (en Málaga) para que el movimiento del paso o trono sea el adecuado y contribuya al feliz desarrollo del desfile. Por cierto, que el costalero se llama así por el costal, tela enrollada que lleva sobre la nuca, que es la parte del cuerpo sobre la que descansarán las trabajaderas o maderos que cruzan el ancho de las andas que sostienen el paso propiamente dicho. Porque paso, en principio, era la imagen o conjunto de imágenes que representan un suceso de la Pasión; luego, por metonimia, el nombre pasó a designar las parihuela sobre las que se portaban.
La mujer se ha ido integrando poco a poco en este mundo, pero en origen no podían tener acceso más que a ser camarera, es decir, encargada del cuidado, vestido y ornato de las imágenes, preferentemente las vírgenes, cuya vestimenta responde al modelo denominado a la griega. El vestido de los nazarenos o penitentes, que recuerdan a los reos de la Inquisición, se compone de túnica, en ocasiones capa, y capirote. A veces, este carece del rígido cono de cartón que lo mantiene erguido y entonces recibe el nombre de capillo; y otro tipo de tocado, la pieza de tela que llevan sobre la cabeza, con una visera vertical y unas cintas para ceñirla a la cabeza es lo que se llama faraona, que es lo que, en Málaga, distingue a los hombres de trono.
En ocasiones, las imágenes no son de talla completa y el cuerpo viene simulado por un armazón de madera ligera, la devanadera; otro armazón o artificio de alambre fuerte o hierro ligero, el pollero, es el que va desde la cabeza de las vírgenes hasta la parte baja y final del paso para sostener el manto. Importancia especial tiene, en los pasos de las vírgenes, el palio, cuya parte superior se llama cielo, cada una de las caídas, entre varales, bambalinas y los remates superiores de estas, cresterías. Por fin, las hileras de cirios, en forma de grada, que llevan delante las vírgenes, forman la candelería. Se podría seguir, pero ya digo que podría resultar prolijo.

jueves, abril 02, 2009

CUESTIÓN DE TILDES
Como resulta que Zalabardo no realizó en su tiempo el servicio militar, sin que nos importen ahora los motivos de tal circunstancia, no es posible que entre nosotros se den las usuales charlas con intercambio de batallitas tan propio de la edad que los dos ya lucimos. A falta de esos asuntos castrenses, las conversaciones de los dos versan, felizmente, sobre otros temas. Así, es frecuente que nos remontemos a etapas más alejadas en el tiempo, como por ejemplo la niñez, tema igualmente recurrente en los de nuestra edad. El otro día, nuestros recuerdos se remontaron a los tiempos en que, periódicamente, pasaban por el pueblo aquellas compañías ambulantes de teatro que a los dos nos deslumbraban tanto. Montaban su carpa, según yo recuerdo, aunque este sea un dato que Zalabardo me discute, en el parque de nuestro pueblo, a espaldas de la caseta municipal de la feria y junto a las tapias del asilo de las Hermanitas de los Pobres. Yo supongo, ahora, que tendrían un repertorio más amplio, pero lo único que ambos recordamos son La malquerida y Los intereses creados, de Jacinto Benavente, en cualquier época del año, y Don Juan Tenorio, de Zorrilla, si la visita se producía en fecha cercana al día de los difuntos, lo que, por otra parte, era bastante común.
A mí me gustaba especialmente Los intereses creados, de la que me entusiasmaba, sobre todo, aquella escena del final en la que se decía: Bastará con puntuar debidamente algún concepto... Ved aquí: donde dice "Y resultando que si no declaró..." basta una coma y ya dice "Y resultando que sí, no declaró..." Y aquí: "Y resultando que no, debe condenársele...", fuera la coma, y dice: "Y resultando que no debe condenársele..." ante todo lo cual Crispín se admiraba: ¡Oh, admirable coma! ¡Maravillosa coma! ¡Oráculo de la Ley! ¡Monstruo de la Jurisprudencia! Pero mayor que la de Crispín era la admiración que sentía yo ante aquella forma de jugar con las diminutas comas.
Hablando de esto un día, me preguntaba Zalabardo por qué yo no suelo colocar la tilde (que también es un elemento pequeño) en solo, cuando es adverbio, y en este, cuando es pronombre. Le respondo que no hago otra cosa sino seguir la norma académica. Como son palabras llanas acabadas en vocal no necesitan de tilde que marque cuál es la sílaba tónica. Pero en este, como en otros casos, nos topamos con dos palabras iguales de forma pero de diferente función y significado: solo (únicamente), adverbio, o solo (sin nadie más), adjetivo, y este (lo cercano), determinante, o este (el que está cerca), pronombre. Existe, para estos casos, la tilde diacrítica, que es la que se coloca en una de las formas para diferenciarla de la otra, aunque no corresponda por la norma general; la costumbre es decir que habrían de llevar tilde el adverbio y el pronombre. Pero lo que en verdad dice la norma es que no es necesaria la tilde en ningún caso si el contexto es claro y que se deberá utilizar cuando se perciba algún riesgo de ambigüedad.
Veamos un ejemplo. Si tenemos la frase Habla solo cuando se pone nervioso, es fácil notar que solo podría tener dos sentidos: Habla sólo (únicamente) cuando se pone nervioso o Habla solo (consigo mismo) cuando se pone nervioso. No debe existir duda de que el uso de la tilde en este caso es obligado para desahacer equívocos. Lo mismo pasa en Esta mañana (hoy por la mañana) tiene una reunión y Ésta (ella) mañana tiene una reunión. También la tilde es necesaria para diferenciar los dos sentidos. Pero en frases como Solo te acepto una respuesta, No es aconsejable vivir solo, Te acompañará esta y Esta tarde no viene nadie vemos que no hay ningún riesgo de ambigüedad interpretativa; por eso no es necesaria la tilde.
Igualmente es diacrítica la tilde que diferencia los interrogativos y exclamativos (qué, cuál, dónde, cuánto, etc.) de los relativos y conjunciones (que, cual, donde, cuanto, etc.). Pero aquí, sin embargo, la norma nos indica que debemos usar la tilde siempre.
Se diría, y debe decirse, que la norma es simple y fácil de retener. No obstante, son abundantes los casos de confusión. No hablo ya de los alumnos que, apelando a la ley del mínimo esfuerzo, no escriben ninguna tilde y encima pretenden que no se dé importancia al hecho. En textos escritos que deberían estar más cuidados se dan también usos incorrectos o inadecuados, porque nos ofrecen frases ambiguas que deberían haberse escrito de otra manera. Leía hace días en una información la frase No sabemos que buscaban (es decir, 'ignoramos que haya una búsqueda') cuando al seguir la lectura uno se daba cuenta de que lo que se quería decir era que 'se ignoraba el objeto de la búsqueda', es decir, lo que se buscaba, por lo que la frase tendría que haber sido No sabemos qué buscaban. No es lo mismo una cosa que otra y ahí faltaba una tilde que nos evitaría entender algo diferente a lo que se quería decir.
Otro caso que quiero poner quizá resulte un poco más enrevesado. No se trata ya solo de que falte o sobre ninguna tilde, sino de que se está diciendo algo que no es. Allá por la navidad, el Real Madrid se debatía porque no podía inscribir en la Champions a dos jugadores que había fichado, ya que eso iba contra el reglamento de la competición. Un periódico lo decía así: sólo un futbolista que haya jugado en alguna competición de la UEFA puede jugar con otro equipo en la misma temporada en Europa. Si prestamos atención, veremos que lo que podemos entender ahí es que 'es imprescindible haber jugado otra competición en la misma temporada para fichar por otro equipo'; el reglamento pretende en verdad decir otra cosa, que puede jugar con otro equipo en la misma temporada en Europa un solo futbolista que haya jugado en alguna competición de la UEFA. Nos debe quedar claro que no es lo mismo sólo un futbolista que un solo futbolista. Y es que el adverbio sólo modifica a puede jugar, mientras que el adjetivo solo modifica a futbolista. Le digo a Zalabardo que espero haberme explicado con claridad, pero su mirada me hace dudar.