domingo, junio 30, 2013

EL CAMINO PORTUGUÉS (RASTREANDO LA LEYENDA)

            Acaba junio y llegan las vacaciones. Ya sabéis que, pese a estar jubilado, hay un ritmo que procuro seguir, o, mejor, que sigo casi sin darme cuenta. Y las vacaciones, aunque todos mis días son de ocio, hay que respetarlas. Esta Agenda, como es tradicional, se cierra por un tiempo. Vamos, pues, a descansar todos.
            Hace tiempo que Zalabardo es conocedor de mi proyecto vacacional para este verano. Repito la experiencia del Camino de Santiago, aunque por otra zona. Cumplido ya el clásico rito del Camino Francés, he optado por recorrer el Camino Portugués. No completo, por supuesto, que los años son los años y uno no es Supermán. Lo recorreré desde la frontera, comenzando en Tui; es decir, unos 120 kilómetros.
            Es sabido que este Camino es uno de los menos respetados por el paso de los tiempos. Las carreteras han ido invadiendo parte importante de las primitivas sendas y se hace preciso recorrer bastantes kilómetros junto a los arcenes. ¿Por qué, entonces, elegir este y no otro de los caminos? Por “culpa” del Liber Sancti Iacobi, es decir, el mejor conocido como  Códice Calixtino. No sé si recordáis que mi experiencia anterior coincidió con el robo del códice en la Catedral de Santiago. Aquello me despertó la curiosidad de leer al menos lo que dicho libro recoge de la tradición jacobea. Y aunque el libro V es el que se considera la primera guía de viajes de la historia, la primera descripción del Camino, el conocido después como francés, me encontré con que el libro III es el que más entronca con la leyenda del apóstol y Compostela. En él se cuenta como, después de que Herodes mandara decapitar al apóstol, sus discípulos se apoderan furtivamente del cuerpo del maestro, con gran trabajo y extraordinaria rapidez lo llevan a la playa, encuentran una nave para ellos preparada, y embarcándose en ella, se lanzan a alta mar, y en siete días llegan al puerto de Iria, que está en Galicia, y a remo alcanzan la deseada tierra. Y por esos lugares de la leyenda son por los que discurre el Camino Portugués.
            Por eso he proyectado un recorrido de etapas cortas, que me permita, a la par que andar, ir buscando las zonas de la leyenda, algunos un poco apartados del recorrido actual. Este camino lo completaré recorriendo al final, ya en automóvil, la zona de Muxía y Fisterra, lugares también unidos a la historia jacobea.
            Mi meta no es solo llegar a Santiago, objetivo cumplido ya antes. Ahora lo que pretendo es hablar con la gente y dejar que me cuenten cómo viven y recrean ellos, en pleno siglo XXI, todas esas leyendas y misterios que envuelven la arribada del apóstol a Galicia, que hablan de las vicisitudes por las que pasaron sus discípulos a su regreso, tras su muerte, hasta hallar dónde dar sepultura a sus restos, del milagroso hallazgo de estos. ¿Qué queda de todo ello? Tras eso voy. Lo que encuentre, ya os lo contaré a la vuelta.
            Que paséis todos unas felices vacaciones allá donde os encontréis.


domingo, junio 23, 2013

ENTRE PITOS Y FLAUTAS

            No creo decir nada nuevo al afirmar, lo he repetido aquí en múltiples ocasiones, que hay expresiones que, pese a la naturalidad con que las entendemos y empleamos, carecen de una explicación suficientemente clara de su origen. Eso provoca, a veces, que tenga dificultades para resolver dudas que Zalabardo me plantea.
            Es lo que me ocurrió cuando me preguntó por el origen de la locución entre pitos y flautas. Todos tenemos claro que la utilizamos cuando deseamos indicar que ‘algo se debe a diferentes casos o motivos’ o que ‘algo se da o sucede entre unas cosas y otras, casi siempre sin importancia’. Así es cuando decimos, por ejemplo, entre pitos y flautas se me ha ido la tarde. Todos entienden que asuntos banales nos han entorpecido lo que pensábamos hacer, que algo nos ha apartado de nuestra preocupación principal. Relacionada con esta, y que insisten en su valor, hay otras expresiones. Entre ellas, ser algo pitos flautos no es más que ser ‘entretenimientos vanos y frívolos’; o con otra, cuando pitos, flautas; cuando flautas, pitos nos referimos a que ‘algo ha sucedido al revés de como esperábamos’ o que ‘no nos vemos nunca libres de contrariedades’.
            Pero, ¿de dónde viene la expresión? Eso es harina de otro costal, me justifico ante mi amigo. Solo puedo alegar, pobre respuesta, que es antigua porque se localiza en viejos textos. He leído incluso que se remonta a las famosas cuentas del Gran Capitán cuando quiso dar soberbia respuesta a las dudas que el Rey Católico planteó sobre sus gastos excesivos en campaña. Rastreando por ese camino, le digo a Zalabardo, lo cierto es que no hallo nada. Las leyendas recogen, no sé si la historia los amparan, argumentos como que para responder al monarca el caudillo cordobés presentó una libretita con una minuciosa relación de nimiedades que suponían gastos muy crecidos: pagar a curas, frailes y monjas que rezasen por la victoria, limosnas a pobres para que rezasen por las almas de los soldados muertos en combate, reparación de campanas averiadas de tanto voltear para celebrar  las victorias, guantes perfumados que preservasen del mal olor de los cadáveres al ser retirados del campo de batalla. Incluso recuerdo de mis años escolares que los libros recogían aquella frase que afirmaba: en picos, palas y azadones, cien millones. Pero, ya digo, recelo de tal procedencia. Sin embargo, y esto me lo sugiere Zalabardo, pienso en ocasiones que muchos políticos de nuestro tiempo parecen poseer un cuadernito semejante, de derrochadores que son. Se acuerda uno de Manrique cuando decía de su padre: sus hechos grandes y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron. Solo que los hechos de estos que digo, si bien son “grandes y claros”, tienen poco que alabar. A la vista están.
            Pero hablábamos de otra cosa. Para dar algún contento a mi amigo, le muestro que hay otras frases en las que intervienen los pitos que sí pueden ser rastreadas y explicadas. Por ejemplo, no tocar pito, por un lado, o tomar a alguien por el pito del sereno. Con la primera significamos que alguien ‘carece de autoridad e influencia’. Con la segunda manifestamos nuestra actitud de ‘hacer poco caso a una persona’.
            El origen de la primera hay que buscarlo en las fuerzas navales. En un buque militar, muchas órdenes se imparten mediante sonidos de un pito o silbato. Pero quienes tienen la potestad de tocar el pito deben poseer una determinada graduación en la escala jerárquica. Esto quiere decir que los subalternos, los que mandan poco, no tocan el pito. Por eso, quien no toca pito es alguien que ni pincha ni corta, a quien no hay que hacerle caso. Relacionada con esta expresión está, y ella nos corrobora su origen marinero, tocar el pito a la vela, que significa ‘hacer algo inútilmente’.
            Y vamos con tomar a uno por el pito del sereno. Los serenos, bien es sabido fueron unos servidores públicos creados en el siglo xviii a los que se encomendaba, durante la noche, una serie de funciones diversas: encender y cuidar el alumbrado de las calles, evitar que hubiese alborotos, anunciar de viva voz la hora y el tiempo (eso de ¡las doce y sereno!, de donde les vino el nombre). Después se harían cargo de las llaves de los portales para abrir a los noctámbulos. Solían llevar un chuzo y un silbato, o sea, un pito. Este servía para, en caso de conflicto que lo requiriese, solicitar la presencia de la policía. Pero, lo que son las cosas. Parece que los serenos llegaron a extralimitarse en este sentido y les dio por pedir la intervención policial con exceso y para asuntos de poca monta. Tal actitud causó que los agentes comenzaran a desatender las llamadas del  pito de un sereno, es decir, a no hacerle ni puñetero caso. Y de ahí, la cosa es fácil, salió lo de tomar a uno por el pito de un sereno.
            Como tantas otras cosas, también los serenos han desaparecido. Pero no hay que quejarse. En tales circunstancias, pienso en algo que Zalabardo me repite a menudo: si miras demasiado hacia atrás, acabarás arrollado por lo que tienes delante.

domingo, junio 16, 2013

DE PASOS HONROSOS Y OTROS NO TANTO

            ¿Qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible…? Son palabras que Cervantes pone en boca de un don Quijote triste y enjaulado cuando, ya al final de la primera parte de su historia, trata de rebatir los argumentos del canónigo servidor de la Santa Hermandad que tilda de invenciones sin sentido cuanto se lee en los libros de caballerías. Y, acudiendo a hechos verídicos, añade algo más adelante: Niéguenme asimismo que […] fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso.
            ¿Quién fue ese Suero de Quiñones y qué era eso de los puentes y el paso? Zalabardo espera con cara de cierto despiste, pues no atina a imaginar de qué hablo. Hablo, le digo, de aquellas hazañas que hicieron famosos a muchos caballeros andantes y que dieron ser durante la Edad Media a una serie de espectáculos, entretenimientos, ejercicios, o llámeseles como se quiera, entre la gente de la nobleza. Estas fiestas constituían a la vez una forma de entrenamiento para la batalla y un reflejo del amor cortés. En los pasos, un caballero, solo o con compañía, ocupaba una encrucijada de caminos o, más comúnmente, un puente, impidiendo el paso, y de ahí su nombre, a cualquier otro caballero si antes no combatía con él. ¿Con qué objeto?: proclamar y hacer reconocer las altas cualidades y belleza de su dama. Quien no quisiese luchar debía entregar un guante en señal de rendición y vadear el río sin cruzar por el puente.
            Se dice que Suero de Quiñones, leonés nacido en 1409 y muerto en 1458 fue el último caballero que practicó esta costumbre apostándose en 1434 a la entrada de un puente del río Órbigo, cerca de Astorga, donde permaneció durante un mes hasta que por orden real tuvo que abandonar la empresa. Su historia se cuenta en El paso honroso, del cronista Pero Rodríguez de Lena.
            Aquellos pasos quedaron en el olvido, aunque, posteriormente aparecieron otros, durante el siglo xix. Uno fue especialmente peligroso: el paso de la sierra. Los caminos se plagaron de bandoleros que asaltaban a los pobres viajeros que se arriesgaban a atravesar las fragosidades de los montes. La historia conserva el nombre de bastantes y me cabe el dudoso honor, le digo a Zalabardo, de que muchos de los que alcanzaron renombre fueran naturales de mi pueblo o de otros próximos: El Tempranillo, El Pernales, Diego Corrientes, Pasos Largos, los Siete Niños de Écija (de los que destacaron Juan Palomo, Tragabuches, Malafacha…, sin olvidar a su  capitán, Luis de Vargas).
            En época similar nació otro paso, ni honroso ni peligroso, aunque sí algo indiscreto y pejiguera: lo guardaban los porteros de las viviendas. Léase si no Nadie pase sin hablar con el portero, el delicioso artículo de Larra. El pretendiente a acceder a una  casa debía dar cuenta cumplida de sus intenciones si no quería ver el acceso denegado.
            ¿Y se puede saber por qué me sacas ahora estas historias?, me espeta Zalabardo un poco harto ya de tantos pasos entorpecedores.
            La razón, le cuento, no es otra sino que el viernes, leyendo la prensa, sentí de pronto que ya no es Suero de Quiñones quien se aposta en un camino haciendo frente a cuantos tratan de pasar por él, ni un bandolero que pretende desvalijarnos, ni un curioso e impertinente portero. En este siglo xxi, la Diputación de Guipúzkoa trata de hacer revivir tan antiguo hecho, aunque con fines nada románticos ni caballerescos. Los políticos que han dilapidado el dinero de nuestros impuestos no saben de dónde obtener liquidez para tapar los agujeros que han provocado sus irresponsables actuaciones. Quienes mangonean ahora en la Diputación guipuzkoana han decidido poner en práctica su paso particular. No se les ha ocurrido otra cosa que cobrar un peaje a cuantos vehículos no matriculados en aquella provincia circulen por sus autovías y carreteras principales. A los que pertenezcan a provincias limítrofes que deban traspasar sus fronteras por motivos de trabajo, dicen, se les hará un precio especial. Quieren que el invento comience a funcionar el próximo año, aunque aún no saben cómo cobrarán ni cómo distinguirán entre quienes sí y quienes no tienen el paso vedado.
            Si el asunto es como me cuentas, añade Zalabardo después de un momento de meditación, a esos fulanos me los figuro más parecidos a los salteadores apostados en la sierra que al tal Suero de Nosecuantos que, al fin, lo único que pretendía era enaltecer a su amada. Aparte de que, me temo, no ha de tardar el momento en que vayan apareciendo otras provincias y comunidades que decidan imitar su ejemplo.
            Yo no tengo otra respuesta que darle sino la de que comparto sus temores y que, a la vista de cómo nos va, se me vienen a la memoria aquellos versos de Quevedo para los que el poeta buscó forma de que aparecieran bajo la servilleta del rey Felipe iv:
Y el pueblo doliente llega a recelar
no le echen gabela sobre el respirar.



domingo, junio 09, 2013

JUEZA, BACHILLERA, CANCILLERA

            ¿Mercedes Alaya —me ha planteado más de una vez Zalabardo—, es juez o jueza? Y no me queda más opción que responderle que yo también albergo esa duda, aunque, acabo, tengo formada una firme opinión al respecto.
            Aviso de antemano que no voy a caer en la trampa de plantear nuevamente el manido asunto del sexismo lingüístico. Me voy a referir tan solo a una cuestión diáfana para quien quiera ver que la lengua no es inmutable y se adapta, con más naturalidad de la que algunos piensan a la evolución social de cada momento histórico. Y aunque la lengua tengan sus normas (y estas no están como comúnmente se dice para infringirlas), no hay por qué considerarlas inalterables o indiferentes a la realidad. Quiero decir que si una norma ha de ser modificada, no hay que rasgarse las vestiduras por ello.
            La pregunta de Zalabardo surge porque no resulta extraño encontrarse en un mismo periódico, en páginas diferentes, las dos formas; un redactor, en una información, la llamaba juez al tiempo que otro, unas páginas más adelante, la llamaba jueza. Le digo, cosa que él y los lectores de esta Agenda saben, que nuestra lengua reconoce dos géneros en los sustantivos, masculino y femenino. Pero, que aun así, existen sustantivos que, indistintamente, se emplean en las dos formas: son los que llamamos de género ambiguo (el/la mar, el/la puente, etc.). Del mismo modo, en sustantivos que designan seres sexuados, nos topamos con unos que poseen una única forma, masculina o femenina, para designar tanto al macho como a la hembra (jirafa, pingüino, etc.); los llamamos de género epiceno. Y, por fin, están aquellos sustantivos que poseen una única forma (que diferenciaremos por el artículo que le pongamos) para los dos géneros (atleta, pianista, modelo, etc.); decimos que estos son de género común.
            De los tipos citados, le comento a Zalabardo, este último es el que más conflictos plantea a los hablantes. A los hechos me remito: la Nueva gramática de la lengua española dedica su segundo capítulo al género. Y de los diez apartados que recoge, cuatro van referidos al género común (págs. 94 a 113). Cuáles son las terminaciones propias de estos nombres, qué excepciones hay, en qué contextos históricos la norma ha sido contravenida, etc., allí podemos verlo. Que aparezcan bastantes excepciones ya da muestra de la complejidad del caso. Que el DRAE y el Diccionario Panhispánico de Dudas recojan a su vez un número cada vez mayor palabras que, siendo según la norma y la historia de género común, pasan a tener dos formas válidas, una masculina y otra femenina, nos hace ya pensar en que la mutabilidad de esa norma es un proceso natural.
            La dificultad de la cuestión se encuentra, según mi criterio, claro está, en el hecho de que entre los nombres de género común tiene cabida un elevado número de palabras que designan actividades, profesiones y oficios que pueden ser desempeñados tanto por una mujer como por un hombre pero que, en tiempos pasados, los desempeñaban “casi” con exclusividad, hombres. El caso más notable, al menos para mí, es el de los grados jerárquicos en el ejército. Bien es verdad que no debemos olvidar la historia de Catalina de Erauso, la monja alférez, que escribió ella misma. Como tampoco debemos olvidar las denominaciones nao capitana o  nao almiranta que los cronistas emplearon para referirse a la Santa María, la nave en que Colón llegó a América.
            Hace unos días me entretuve en hacer un recuento de las palabras que el DRAE recoge como de género común. Ante la cara que puso Zalabardo, le expliqué que no fui contando una por una, pues la edición digital del diccionario académico permite dicho conteo en cuestión de segundos. Palabra arriba, palabra abajo, son 1300 sustantivos de género común. Nada hay que decir de la mayoría de ellos. ¿Quién discutiría atleta, modelo, ebanista o la mayoría de los acabados en –nte, derivados de participios de presente latinos? Aunque, ya digo, de siempre ha habido excepciones que la lengua ha asumido sin mucho trauma (cercanos son ese feo, para mí, modisto o esas formas, más normales, clienta, presidenta o asistenta, amparados incluso por el DRAE o el DPD).
            Y esa es la tesis propia de la que hablaba al comienzo. Sin dejar de respetar lo que sean los sustantivos de género común, ¿qué impide que, al amparo de los signos de un tiempo en que la mujer ha alcanzado una proyección social que la ha alejado de ese segundo plano en que se mantenía, utilicemos doble forma para algunas palabras que antes solo han tenido una? Nada que decir de astronauta, cofrade, conserje, agente, mártir, testigo, miembro y tantas otras, es decir, de la mayoría. ¿Pero por qué no vamos dando carta de naturaleza a arquitecta, médica, árbitra, cancillera, jueza, bachillera, coronela, jefa, concejala, fiscala, bedela y todas cuantas permitan adoptar una forma específica para el femenino en los casos en que las mujeres van accediendo a la función correspondiente?

           Ya digo, es una manera propia de ver las cosas, pero no me parece en absoluto descabellada. Y no creo que ello suponga infringir el espíritu y naturaleza de la lengua. Sin embargo, muchos recordaremos también que hubo una mujer que se negaba a ser torera y defendía que ella era torero; como también es verdad que encontramos más de una y más de dos que reniegan de ser médicas o arquitectas, pongo por  caso. Ante esto, digo a Zalabardo, hay que aceptar que todas las opiniones son válidas y respetables.