domingo, febrero 19, 2017

¿DE QUÉ AGUA NO BEBERÉ?



            Cono aiutorio de nuestro dueno Christo, dueño salbatore, qual dueño get ena honore et qual duenno tienet ela mandatione cono patre cono spiritu sancto enos sieculos de lo sieculos. Facanos Deus Omnipotes tal serbitio fere ke denante ela sua face gaudioso segamus. Amen. (Glosas emilianentes)


           ¿Por qué es incorrecto decir *De este agua no beberé y debemos decir De esta agua no beberé? Siempre le comento a Zalabardo que no pocos fallos de los que el pueblo llano comete a la hora de hablar son naturales y justificables en una alta medida; pero, al fin y al cabo, el pueblo es el dueño del idioma y quien, a través de los años, va imponiendo su evolución. Dicho esto, también le aclaro que los errores cometidos por personas de las que se puede decir que viven de la lengua porque esta es su instrumento de trabajo (escritores, periodistas, locutores, profesores…) no tienen justificación posible; sobre todo, porque sus meteduras de pata inducen a muchas personas confiadas a cometer el mismo error. Sobre este tema ya he escrito antes otros apuntes, pero, como dice el refrán, nunca es mal año por mucho trigo.
            Nadie diga de esta agua no beberé, en esta o alguna otra variante parecida encontramos el refrán en el Diálogo de la lengua (1533), de Juan de Valdés, en el Quijote (1616), en el Vocabulario de refranes (1627), de Gonzalo de Correas, en Niebla (1914), de Miguel de Unamuno o en Señas de identidad (1966), de Juan Goytisolo, por dar solo ejemplos que pudiéramos llamar notables. ¿Por qué, entonces, esta insistencia en decir *este agua y no esta agua?

            Procuraré no extenderme demasiado y ser lo más claro posible, con la confianza de que el especialista que pudiera leerme entienda la razón de la simpleza expositiva.  Comencemos por decir que el latín (base de nuestra lengua) carecía de artículo. Cuando el castellano comenzó a utilizarlo para caracterizar con él a los sustantivos, echó mano de los demostrativos ille, illa, illud, de donde salieron las formas primitivas elo y ela para masculino y femenino respectivamente. Y que, con el tiempo, desembocarían en los actuales el, la y lo, este último para el neutro.
            Nos quedaremos con el femenino, que es el que ahora nos interesa. Ya en los primero textos (que podríamos llamar preliterarios) de nuestra lengua podemos ver lo dicho; en el texto de las glosas emilianenses con que encabezo este apunte aparecen ela mandatione (‘el poder’, femenino en latín) y ela sua face (‘su cara’). Más tarde, ela, como he dicho, se redujo a la. Pero ocurrió un caso muy peculiar: cuando el sustantivo comenzaba por a o ha tónicas, se producía un efecto de cacofonía (sonido desagradable) que el hablante solventó utilizando el(a) en lugar de la: el agua, el hacha, el alma, el ansia, etc. Pese a esto, siempre se conservó la conciencia de que esta forma el tenía valor femenino como demuestran los hechos siguientes: si el sustantivo era seguido de un adjetivo, este aparece en femenino (el agua clara); si el adjetivo se antepone al sustantivo, el artículo adquiere inmediatamente la forma la (la fresca agua); en plural, solo se usa, en cualquier caso, las (las aguas fecales, las cristalinas aguas). No sé si es necesario señalar que, cuando el sustantivo comienza por a o ha átonas, nada de lo dicho ha de tenerse en cuenta (la habitación, la almohada, etc.).

            Lo hablado hasta ahora originó que, con bastante frecuencia, los determinantes una, alguna y ninguna, cuando se anteponían a sustantivos que empiezan por a o ha tónicas, tiendan a apocoparse, aunque sean válidas la dos formas (un agua milagrosa/una agua fresca, etc.).
            Y hasta ahí llega la cosa, le digo a Zalabardo, que me escucha con atención. Lo que sinceramente no sé decir ahora es cuándo surgió la creencia errónea de que esto era válido para cualquier demostrativo. Y se empezó a decir, y a escribir, *este agua, *poco hambre, *otro área, *todo el ansia…, formas de todo punto incorrectas, porque lo que corresponde es esta agua, poca hambre, otra área, toda el ansia, etc.
            Cualquier curioso o interesado en el conocimiento de la lengua encontrará perfectamente comentado y explicado esto en la Gramática de Nebrija, la primera de nuestra lengua, que es posible que muchos no conozcan debido a su antigüedad; también en la Nueva gramática de la lengua española, de la Academia, que también muchos pueden rehuir por su extensión, más de 3000 páginas. Pero es que, además, queda también recogido y perfectamente explicado en libros tan accesibles como el Diccionario panhispánico de dudas, de la RAE, El libro del español correcto, del Instituto Cervantes y en la muy clara La gramática descomplicada, de Álex Grijelmo.

            Al hablante común, le digo a Zalabardo, tal vez no haya que pedirle que conozca todas estas fuentes de referencia. Incluso diría más, tal vez ni siquiera sea necesario que las conozca, como no hay que pedirle que conozca ningún tratado de medicina para que sepa la conveniencia de llevar una vida sana si se quiere conservar la salud. Pero un periodista, un locutor, un escritor, un profesor (de la materia que sea, no me refiero ya a los profesores de lengua), un político que vive continuamente exponiendo sus ideas a los ciudadanos (aunque algunos vivan escondidos como caracoles y solo saquen la cabeza para pedir el voto) tienen la ineludible obligación de conocer estas cosas. Porque no tenemos que perder de vista que la gente normal y corriente es buena y confiada e imita lo que hacen y dicen aquellos de quienes piensa que están donde están porque tienen una preparación y unos conocimientos. Y no sabe, esta gente buena y confiada, que hay por ahí muchos tarugos que insisten hasta la saciedad en estupideces como las ciudadanas y los ciudadanos están cansados, en redundancias como se ha erigido un monolito de piedra o en barbaridades como ha pasado lo mismo que en el otro área.
            De esta agua (así, y no *este agua), la que nos ofrecen estos tarugos, es de la que no hay que beber. A estos tarugos habría que decirles que los libros que he citado antes no son rarezas de bibliófilo, sino que están al alcance de cualquiera. Y tenemos que consultarlos porque nos recuerdan muchas cosas que tal vez hemos olvidado y nos sacan de muchas dudas que se nos pueden plantear.

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