sábado, abril 07, 2018

LA MALEDICENCIA Y LAS REDES


De diez cabezas, nueve
embisten y una piensa.
Nunca extrañéis que un bruto
se descuerne luchando por la idea.
(Antonio Machado)


           Bien es sabido, lo he comentado muchas veces con Zalabardo y lo digo sin rubor, que llegué a este mundo de las redes sociales tarde y mal, razones ambas, desde mi punto de vista, complementarias. Tarde, lógicamente, por mi edad; pertenezco a una época en que no había móviles, ni tabletas, ni ordenadores, ni internet, ni libros electrónicos; por si todo eso fuese poco, la televisión no llegó hasta el momento en que daba los primeros pasos hacia mi adolescencia. La principal virtud de la televisión, en aquellos años, era la inocencia. Y llegué mal porque, no me avergüenza decirlo, soy torpe en el manejo de las nuevas tecnologías y me cuesta resolver muchos aparentes problemas que para cualquier nieto son una nimiedad.
            Pero, creo que eso también lo he dicho, nunca hablaré mal de las redes; constituyen, según palabras recientes de Pérez-Reverte, una herramienta rápida, multidisciplinar y potentísima. Y, como no podía ser menos, cualquier herramienta es buena si la usamos de manera conveniente. Que una persona mate a otra a martillazos no es culpa del martillo, sino del bestia que lo emplea para lo que no fue pensado.
            Así que, con todas mis dudas, desconocimientos e inseguridades, un buen día pensé que nada malo existía en aprender a utilizar un ordenador, o que el teléfono móvil (que yo me empeñaba inútilmente en llamar portátil) podía resolver no pocos problemas, o que no hay pecado en leer un libro en formato electrónico. Me introduje despacio, muy lentamente, como el bañista temeroso, también ese era yo, hace en la playa. Y, hace de ello doce años, comencé a escribir este blog, La Agenda de Zalabardo. Prudente, o tímido, me pregunté, y discutí con mi amigo, de qué escribiría. Zalabardo, razonable donde los haya, me aconsejó aquello de zapatero a tus zapatos y puso énfasis, además, en que, sobre todo, procurara no dañar nunca a nadie con lo que escribiera.
            Le hice caso y pensé que no estaría mal dedicar cada apunte a comentar dudas lingüísticas, tratar de corregir vicios que se cometen al hablar o escribir, difundir curiosidades en torno al origen y a la historia de palabras y refranes…; si yo era filólogo, esos son los zapatos de los que podría hablar sin desbarrar demasiado. No me gusta ser como esos tertulianos modernos, que hablan de lo divino y de lo humano sin conocer, quizá, ni lo uno ni lo otro. A pesar de ello, alguna vez he salido de mi senda para comentar algún tema de la actualidad, como hago hoy. Pero esos apuntes han sido los menos frecuentes.

           Pasaron los años y fui entrando en otros ambientes. Cuando publiqué mi primera novela, en la editorial me dijeron: “En este mundo, si no estás en Facebook no eres nadie.” Y construí mi muro y me hice con un grupo de amigos. No miles ni nada de un número desproporcionado, ¿acaso alguien puede tener tantos amigos? Después, amigos, estos sí de verdad y no virtuales, o compañeros, solicitaron mi ingreso en algún grupo de Whatsaap y en esas estoy. Porque, ya se sabe, aunque el espíritu esté dispuesto, la carne suele ser débil y no supe negarme, ni quise, que todo hay que decirlo, pues uno no debe presumir de inocente cuando no lo es.
            Pero, ¡ay!, tal como digo lo anterior, he de decir que muchas veces estoy tentado de derribar mi muro y de abandonar los grupos de Whatsaap. Encuentro muchas cosas en las redes que no me gustan. Como dice Pérez-Reverte, hoy lo cito bastante, “las redes sociales están llenas de gente con ideología, pero sin biblioteca.” Y hace unos días, presentando su última novela, decía: “Cualquier imbécil puede decir que es Espartaco, pero ese título no se gana poniendo un tuit.”
            ¿Qué no me gusta de las redes? Sobre todo, la maledicencia, ese afán de hablar en perjuicio de alguien, denigrándolo lo más que se pueda. Pero hay más. Jamás entenderé, por ejemplo, la tendencia tan acusada a difundir bulos sin analizar su autenticidad, a atribuir frases o hechos a personas que nunca las han dicho ni realizado, a repetir hasta la saciedad textos que ya otras personas han dado a conocer (¿es que no leen lo que los demás miembros del grupo aportan?), a bombardear con las creencias propias (religiosas o políticas) sin el menor respeto a las creencias de los demás, a insultar sin el menor sonrojo… Sí, todo eso es maledicencia porque en las redes se insulta mucho, haya o no razón para ello (pienso, le digo a Zalabardo, que nunca hay razón que valga para insultar). Cómo estará la cosa que hasta los políticos se olvidan del Parlamento y desempeñan su función (o eso creen ellos) a través de Twitter.

            En las redes, me dice Zalabardo y le doy la razón, se argumenta poco y se grita mucho. Todo vale para dar rienda suelta a nuestros más escondidos instintos: si no nos gusta el nacionalismo de un color, atacamos esgrimiendo el nacionalismo más opuesto, sin pensar que ambos son igual de casposos; si una suegra y su nuera tienen desavenencias, nos apresuramos a tomar partido por una de ellas, sin reparar en que quizá sería mejor que arreglásemos los problemas de nuestra propia casa antes de meternos en la ajena; si representantes del partido político hacia el que me decanto tienen un comportamiento reprobable, no los censuro, sino que busco la forma de criticar comportamientos igual o más viles en los responsables de otros partidos.

            Todo se hace acogiéndose a la sacrosanta libertad de expresión, que para no pocos no es sino la espita por la que sueltan, aunque lo nieguen, su racismo, su intolerancia, su xenofobia, su fanatismo, su ignorancia. Eso sí, dando muchas muestras de escándalo y rasgándose hipócritamente las vestiduras cuando se sienten aludidos. Es decir, aquello de ver la paja en el ojo ajeno sin reparar en la viga que ciega el propio.
            Sin embargo, aunque más de una vez me planteo abandonar las redes, acabo por mantenerme en ellas. Primero, confieso a Zalabardo, porque como antes decía, no es el instrumento lo malo; la maldad está en quienes lo prostituyen. Y en segundo lugar, vuelvo a palabras de Pérez-Reverte, porque confío en que el talento acabe por imponerse en este caótico mundo y la cabeza pensante de que hablaba Machado se imponga sobre las que embisten.


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